José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, tercer marqués de Estella nació en Madrid el 24 de abril de 1903 y murió en Alicante el 20 de noviembre de 1936 fue un abogado y político español, hijo primogénito del dictador Miguel Primo de Rivera y fundador y líder del partido Falange Española. Fue condenado y finalmente ejecutado por conspiración y rebelión militar contra el gobierno de la II República durante los primeros meses de la Guerra Civil Española.
Su imagen fue honrada durante la Guerra Civil Española y la
dictadura franquista como icono y mártir al servicio de la propaganda del
instaurado "Movimiento Nacional." Su muerte fue silenciada en el
bando nacional durante dos años, recibiendo el apelativo de El Ausente.
Terminada la guerra su nombre encabezó todas las listas de fallecidos de dicho
bando, llegándose a poner la inscripción "José Antonio ¡Presente!" en
la gran mayoría de las iglesias españolas. Es el único líder político de su
período al que se conoce exclusivamente por su nombre de pila.
Discurso en el parlamento, 30 de noviembre de 1934.
TESTAMENTO DE JOSÉ ANTONIO:
Testamento que redacta y otorga
José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, de treinta y tres años,
soltero, abogado, natural y vecino de Madrid, hijo de Miguel y Casilda (que en
paz descansen), en la Prisión Provincial de Alicante, a dieciocho de noviembre
de mil novecientos treinta y seis.
Condenado ayer a muerte, pido a
Dios que si todavía no me exime de llegar a ese trance, me conserve hasta el
fin la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no le
aplique la medida de mis merecimientos, sino la de su infinita misericordia.
Me acomete el escrúpulo de si
será vanidad y exceso de apego a las cosas de la tierra el querer dejar en esta
coyuntura cuentas sobre algunos de mis actos; pero como, por otra parte, he
arrastrado la fe de muchos camaradas míos en medida muy superior a mi propio
valer (demasiado bien conocido de mí, hasta el punto de dictarme esta frase con
la más sencilla y contrita sinceridad), y como incluso he movido a innumerables
de ellos a arrostrar riesgos y responsabilidades enormes, me parecía
desconsiderada ingratitud alejarme de todos sin ningún género de explicación.
No es menester que repita ahora
lo que tantas veces he dicho y escrito acerca de lo que los fundadores de
Falange Española intentábamos que fuese. Me asombra que, aun después de tres
años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan en juzgarnos sin
haber empezado ni por asomo a entendernos y hasta sin haber procurado ni
aceptado la más mínima información. Si la Falange se consolida en cosa
duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta
sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de
un lado y la antipatía de otro. Que esa sangre vertida me perdone la parte que
he tenido en provocarla, y que los camaradas que me precedieron en el
sacrificio me acojan como el último de ellos.
Ayer, por última vez, expliqué al
Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones, repasé,
aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar. Una vez más, observé que
muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero con el asombro
y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: "¡Si
hubiésemos sabido que era esto, no estaríamos aquí!" Y, ciertamente, ni
hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por
los campos de España. No era ya, sin embargo, la hora de evitar esto, y yo me
limité a retribuir la lealtad y la valentía de mis entrañables camaradas,
ganando para ellos la atención respetuosa de sus enemigos.
A esto tendí, y no a granjearme
con gallardía de oropel la póstuma reputación de héroe. No me hice responsable
de todo ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón romántico. Me defendí
con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan profundamente querido y cultivado
con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no
haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para mí, aparte de no ser
primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin
defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la
quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales.
Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid reprochable ni a nadie
comprometía con mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a la de mis hermanos
Margot y Miguel, procesados conmigo y amenazados de penas gravísimas. Pero como
el deber de defensa me aconsejó, no sólo ciertos silencios, sino ciertas
acusaciones fundadas en sospechas de habérseme aislado adrede en medio una región
que a tal fin se mantuvo sumisa, declaro que esa sospecha no está, ni mucho
menos, comprobada por mí, y que sí pudo sinceramente alimentarla en mi espíritu
la avidez de explicaciones exasperada por la soledad, ahora, ante la muerte, no
puede ni debe ser mantenida.
Otro extremo me queda por
rectificar. El aislamiento absoluto de toda comunicación en que vivo desde poco
después de iniciarse los sucesos sólo fue roto por un periodista norteamericano
que, con permiso de las autoridades de aquí, me pidió unas declaraciones a
primeros de octubre. Hasta que, hace cinco o seis días, conocí el sumario
instruido contra mí, no he tenido noticia de las declaraciones que se me
achacaban, porque ni los periódicos que las trajeron ni ningún otro me eran
asequibles. Al leerlas ahora, declaro que entre los distintos párrafos que se
dan como míos, desigualmente fieles en la interpretación de mi pensamiento, hay
uno que rechazo del todo: el que afea a mis camaradas de la Falange el cooperar
en el movimiento insurreccionar con "mercenarios traídos de fuera".
Jamás he dicho nada semejante, y ayer lo declaré rotundamente ante el Tribunal,
aunque el declararlo no me favoreciese. Yo no puedo injuriar a unas fuerzas
militares que han prestado a España en Africa heroicos servicios. Ni puedo
desde aquí lanzar reproches a unos camaradas que ignoro si están ahora sabia o
erróneamente dirigidos, pero que a buen seguro tratan de interpretar de la
mejor fe, pese a la incomunicación que nos separa, mis consignas y doctrinas de
siempre. Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro
servicio que el de la gran España que sueña la Falange.
Ojalá fuera la mía la última
sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en
paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el
Pan y la Justicia.
Creo que nada más me importa
decir respecto a mi vida pública. En cuanto a mi próxima muerte, la espero sin
jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela
Dios Nuestro Señor en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que
ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a
cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me
perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o
chico. Cumplido lo cual, paso a ordenar mi última voluntad en las siguientes.
Os dejo el uno de los mejores discuros de José Antonio.
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